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jueves, 15 de septiembre de 2011

CON LA LOCURA A PARÍS (Día 1. Piernas muertas y una dulce bienvenida)

París, París, París... Ciudad de la Luz y el Amor. Hechizada por leyendas de romanticismo y sueños; iluminación de artistas y de amantes a la par. París, la que en los cuentos de niños abusa del contorno de la Torre Eiffel; la que ha robado el alma a tantas generaciones, la de la magia bohemia. ¿En serio existe gente capaz de no amar lugar tan hermoso? Dicen que la hay... pero no lo comprendo. A mí me ha cautivado.

Hace meses que mi novio —el cual ya la conocía— sugirió que deberíamos vivir su encanto juntos. Ciertamente, la idea me supo a miel desde el principio: con lo que adoro viajar, tal cita era ineludible. Con su dulce compañía y un entorno tan hermoso, ¿quién podría resistirse? Sin embargo, el proyecto se nos hizo un tanto esquivo: cuadrar los precios y fechas no fue una tarea fácil.

Pese a ello, finalmente logramos nuestro objetivo: nos suscribimos a un viaje en circuito organizado. Si bien nuestra escapadita sería bastante corta, pensábamos exprimirla hasta la última gota. Planeamos con cariño lo que queríamos ver... ¡cómo me aterrorizaba echar a perder el tiempo! Barajamos mil ideas para aprovechar las horas. Tenía que ser perfecto.

El resultado fueron varios días más que ricos en andanzas, cuajados de cosas bellas, aunque también de desventuras. Maravillosos, lluviosos, una tortura para los pies... inolvidables en definitiva. Hay mucho que recordar. Valga para ello esta crónica, un relato a caballo entre el humor y la nostalgia. Esta es la pequeña historia de dos locos en París.

Espero que la disfrutéis.

Supongo que debería empezar por el principio; y éste nos sitúa lejos de las calles parisinas. Todo comenzó en Vitoria después de la medianoche del pasado tres de agosto, cuando vino el autobús. Cabe decir que soy un ser curioso en lo que a puntualidad se refiere: o llego a los sitios pronto o terriblemente tarde. Por desgracia, para mí no hay un maldito punto medio. En aquella ocasión, a consecuencia de los nervios, quise llegar a la zona acordada con extrema antelación. ¿Qué queréis? Una se agobia y se pasa siete pueblos… Aguardamos un buen rato, más solitos que la una.

Para colmo, en seguida afloraron ciertas neuras: ¿alguien podía explicarnos dónde andaban los demás? Como siempre, me abordó cierto temor un tanto absurdo a hallarme esperando en el lugar equivocado. Cuando, al fin, nuestro vehículo asomó por el asfalto, nos encontró de esa guisa: dos llaneros solitarios. Había un nutrido grupo de pasajeros a bordo, pero ninguno partía de aquella ciudad. Por supuesto, eso explicaba muchas cosas… ¡Aleluya! Estábamos en el sitio correcto. Ya nada nos privaría de catorce hermosas horas de paliza en carretera… ¡Alegría! ¡Ilusión!

El conductor y la guía del viaje nos dieron la bienvenida; ni siquiera hizo falta mostrar documentaciones: sabían quiénes éramos sin preguntar. Cargamos nuestros bultos en el maletero. (¡Pumba! Cogotón al canto… Me tenía que pasar.) Cuando llegó una partida de gente de otras ciudades, ocupamos nuestros puestos: los asientos 1 y 2.

Ubicadas tras la cabina del conductor, nuestras plazas ofrecían unas vistas estupendas: el camino a recorrer se desplegaba ante nosotros, muy oscuro y todavía espantosamente largo. No obstante, sólo al rato fui consciente de un detalle aterrador: tener un cristal delante apenas nos dejaba espacio para estirar las piernas. ¡Viajaba en un DIN A3!

Así pues, aquella noche se nos hizo un tanto eterna: incómodos e impacientes, apenas dormimos nada. Si pernoctaba con mi almohada hinchable me resentía la espalda; pero sin utilizarla para sujetarme el cuello tampoco es que me sintiera lo que se llama de perlas. Además, llegó un momento en el que mis pobres piernas comenzaron a sentirse como un flan que está cuajando: tenía la sensación de que la sangre se espesaba por momentos en mis venas, estancándose en mis pies. Mi novio, que cabeceaba a mi lado, no corrió una mejor suerte: hasta sus sueños fueron agitados, como un pasaje siniestro de algún filme de terror. Me contó que unas extrañas voces por megafonía parloteaban sin tregua en su duermevela inquieto. Por algún motivo incierto le resultaba imposible comprender lo que decían, lo cual las hacía aún más inquietantes. No es que hablaran una suerte de lenguaje misterioso; simplemente era incapaz de descifrar su parlamento. Tras unos segundos de desasosiego en los que creyó sufrir esquizofrenia —él trataba de avisarme de lo que le atormentaba, pero los gritos de auxilio no salían de su boca—, logró despertar y me contó su drama. Hube de reconfortarle por tamaño sinsabor.

Gracias a todos los dioses, nos devolvían la vida las efímeras paradas en tiendas de carretera: no sólo nos permitían salir a dar una vuelta, sino que compramos diversas bebidas, galletas, aperitivos y unos deliciosos wraps. Al fin y al cabo, ¿hay algo que consuele más en la desgracia que atiborrarse a comer y beber? Y ¿quién no se dejaría seducir por el embrujo de esos productos extraños que no venden en su tierra? Con la ayuda de un yogur para beber sabor vainilla, unas Lays de pollo asado y algunos manjares más, el calvario se nos hizo un poquitín más llevadero. Pese a todo, las penurias se alargaron demasiado.

El perfil de la Ciudad del Amor parecía resistirse a despuntar en la distancia. Sólo bien entrado el día, sobre la una de la tarde, nos honró con el detalle de emerger ante nosotros. Para entonces, mis piernas estaban ya más que molidas y me pedían piedad (sobre todo la derecha, tal vez debido a secuelas de un accidente que tuve; o quizá por fastidiar). Llevaba siglos rogando por dentro que llegara aquel instante especial; y no sólo por la magia de vislumbrar la gran urbe. Como no pisara suelo, estallarían mis arterias.

Poco a poco, el autobús nos acercó a nuestro destino; y pronto nos adentramos en las calles de París. Antes de ir al hotel, nuestro programa incluía un tour con vistas panorámicas de algunos monumentos. Mi ánimo cimbreaba entre el regocijo y la angustia: dolorida, ilusionada… no sabía cómo estaba. Tan pronto me dejaba fascinar por el esplendor del Arco del Triunfo como me rebullía en el asiento, incómoda y deseosa de escapar de aquel encierro. Además, sabía que lejos de allí, en tierras hispanas, mi madre estaría ansiando recibir noticias mías. Sin embargo, nuestra guía no dejaba de contarnos historias interesantes y de ofrecernos consejos. No era el mejor momento para charlar por el móvil; pero mami lo ignoraba, y ella misma me llamó. Tras confirmarle que estábamos vivos, divisamos nuestro hotel. Con la guía barbotando explicaciones e instrucciones, no me quedó más remedio que colgar a toda prisa.

En seguida descendimos del vehículo (¡Ooooooh, síííííí¡), recobramos las maletas (¡Catapum! Y ya iban dos…), hicimos algo de fila y recibimos las tarjetas que nos brindaban acceso a nuestra nueva habitación. Casi más muertos que vivos, subimos a conocerla y a depositar en ella todas nuestras pertenencias: era un cuartito agradable, sencillo pero correcto; pequeñito pero limpio y moderno. Superaba nuestras exigencias con creces. Nos causó buena impresión.

Claro que, siendo ya muy tarde y con una excursión en ciernes, apenas si nos quedaba una hora para disfrutarlo y comer. ¿Descanso? ¿Darnos un respiro decente? ¡Juas! Menudo chiste más bueno…

Lo primero que hicimos fue arrastrarnos hasta un Carrefour que había en una calle cercana; allí nos abastecimos de un sencillo tentempié con el que complementar nuestros tristes emparedados. Adquirimos, además, varios tipos de bebidas, entre ellas la famosa Coca-Cola a la vainilla. (Descubierta por mi novio en algún viaje anterior, eran muchas las leyendas sobre su sabor excelso).

Regresamos al hotel para llenar la tripa a gusto, felices cual lombrices con nuestras adquisiciones. Pero, apenas nos sentamos a recuperar fuerzas, ocurrió un divertido (aunque engorroso) incidente. Qué diablos… ¡Condenada Coca-cola a reacción! ¡Si nadie la había agitado! O eso era, por lo menos, lo que pensaba mi novio… Porque bastó con aflojar el tapón para que el preciado líquido saliera disparado: con el ímpetu de un genio que encuentra la libertad, se expandió por el espacio y nos dejó el suelo hecho un cristo. Por fortuna, el servicio del hotel era eficiente: a pesar de la magnitud del desastre, un muchacho resolvió la crisis en un santiamén. Entonces, todavía medio sonriendo, hicimos buena cuenta de los alimentos. Desde luego, el refresco era digno de mención… Las leyendas eran ciertas.

Cuando, después del refrigerio, salimos afuera con los compañeros, el cielo continuaba grisáceo y encapotado: por lo visto, la ciudad no tenía la intención de darnos una bienvenida demasiado calurosa. Asimismo y para más INRI, perduraban las secuelas de tan fatigoso viaje: mi pierna aún se mostraba quejumbrosa y resentida, y tenía la impresión de que se hallaba un tanto hinchada. Hasta Mikael —mi compañero de infortunios— sufría ciertas molestias que no estaban programadas. Pese a todo, los horarios no entendían de dolores: era hora de emprender nuestra primera expedición.

La salida, bautizada por la organización con el sugerente nombre de París Artístico, nos permitiría descubrir tres maravillas de la afamada Île de la Cité: la Sainte Chapelle, la celebérrima catedral de Notre Dame y la Conciergerie, muda testigo del ocaso de las vidas de María Antonieta y Robespierre. Sin embargo, nuestra primera parada sería un lugar mil veces más divino y reseñable: la boca del metro, antro sembrado de delicias que obnubiló nuestras mentes con su gloria y su boato. ¡Qué sublimes desconchones adornaban sus paredes! ¡Cuán hermosa era la roña enriqueciendo sus rincones! ¡Hileras de anuncios pintarrajeados! ¡Olor a meados! ¡Oh, cuánto prodigio! Aunque hubimos de pasar un buen ratito en el subsuelo esperando a que la guía comprara nuestros billetes, nada era más placentero que aquellos sucios parajes. ¿Por qué no pasar allí el resto de las vacaciones?

No se dio tal circunstancia, por desgracia: nos encaminamos al metro en cuestión. Apretando el bolso contra mi cuerpo de forma casi obsesiva —sabía que en París, y más por los subterráneos, hay manguis a tutiplén—, me aferré a mi novio con el brazo libre y seguí a la comitiva. El vagón, bastante repleto de gente, arrancó hacia su destino a toda velocidad. Por supuesto, tuvimos que hacer equilibrios.

¿Sabéis qué? Sobrevivimos.

Por fin regresamos a la superficie; todavía lloviznaba, pero había expectación. Paraguas en ristre y maldiciendo al temporal, iniciamos la marcha hacia la Sainte Chapelle. Debido a inconvenientes de su ubicación, acceder a ella no era tan fácil: implicaba atravesar ciertas dependencias gubernamentales, razón por la cual nos hicieron pasar un fastidioso control de metales. Entiendo esta clase de medidas, claro está; pero no dejan de hacérseme un tanto molestas. Cuando llevas un paraguas y trastos por todas partes —incluyendo algunas joyas—, tocan mucho las narices. No obstante, tal vez me queje de vicio: ir en grupo organizado tiene sus ventajas. Si bien otros se enfrentaban a filas considerables, nosotros nos las ahorramos por gracia de nuestros guías. Tras una pequeña aglomeración de muchedumbre empapada, logramos abrirnos paso hasta el templo.

Y me cegó una explosión de colores.

Ciertamente, si por algo destacaba la capilla era por un colorido que rozaba lo imposible: rojo encendido, azul cobalto de intensidad cegadora; amarillo robado a los rayos del Sol. Bóvedas como la noche, vidrieras resplandecientes. Mi novio me preguntó qué opinaba; yo admiré tan fantásticas tonalidades. Estuvo más que de acuerdo: ya conocía aquel sitio, y recordaba muy bien esa viveza de contrastes. Pero, si ya era admirable la planta por la que entramos, ¿qué podría yo contaros sobre el nivel superior? Infinitas cristaleras de extraordinaria belleza conformaban las paredes y el enorme rosetón. Junto al grupo, un hombrecillo de formidable bigote desglosaba sus misterios con voz suave y monocorde; nosotros, entretenidos en sacar fotografías, le escuchábamos a medias (pues se hacía algo aburrido). Pese a todo, aprendí que los días lluviosos resultan los más idóneos para contemplar vidrieras. Todo es fuente de consuelo ante la cruel perspectiva de unas vacaciones pasadas por agua.

Compartiendo la visita con manadas de turistas y con la escasez de tiempo mordiéndonos los talones, pronto fuimos presionados a dejar el santuario; y me quedé con las ganas de hacer fotos con más calma. Descendimos por la angosta escalera de caracol que comunicaba ambos pisos; y creo que fue allí, en medio de un tapón humano, donde constaté la desaparición de la funda de mi cámara. “En fin, sólo es una funda”, me dije. Sería una lata volver a subir. No obstante, pronto me la devolvieron unas chicas que la habían encontrado abandonada por ahí.

Todavía bajo una fina lluvia, tuvimos que despedirnos de la Sainte Chapelle, radiante relicario de San Luis de Francia. Desde luego, aún quedaba aventura para rato.

Y apenas si nos dio tiempo de relajarnos un poco: en seguida nos hallamos frente a la Conciergerie. Como en la anterior visita, el ir con guías contratados nos dio vía libre para saltarnos la cola; nos tragamos un segundo control de metales, pero pronto estuvimos en el interior. Una vez allí, nos dio la bienvenida un bosque de recias columnas de piedra. Era grande e imponente, pero bastante espartano: admito que, en un principio, no me impresionó en extremo. Pese a todo, aproveché las circunstancias favorables para realizar un par de nuevas instantáneas: una ensortijada escalinata en espiral y un posado de mi novio frente a uno de los pilares. Al fin y al cabo, resultaba mortalmente complicado hacer capturas de nosotros mismos: nuestros guías nos forzaban a movernos con presteza. No podías detenerte ni para tomar aliento.

Así, pronto comprobé —para mi gran satisfacción— que aquella antigua prisión tenía mucho que ofrecernos: perfectas recreaciones de lóbregos calabozos, un amplio bagaje histórico teñido de negrura. Incluso María Antonieta, en la que años ha fuera su celda, aguardaba a la Parca cual fantasma del pasado. Mustia, con su velo negro, no quiso revelar su rostro: sólo nos daba la espalda con silenciosa resignación. Tras enseñárnoslo todo nos dieron unos minutos para descansar las piernas en un banco. (¡Alabado sea Dios!) Después de esta breve pausa y de pasarnos por el baño, reanudamos el camino. Objetivo: Notre Dame.

La catedral se alzaba muy cerca de allí, sus dos torres recortándose en un cielo gris plomizo. Todavía tan sublime como la vio Victor Hugo, destilaba su elegancia novelesca desde lejos. Yo seguía con dolores y algo exhausta; sin embargo, anhelaba descubrir qué me esperaba en sus entrañas. Visitantes a raudales se agolpaban a sus puertas. ¡Más valía que no nos costara demasiado entrar! Como buenos turistas de libro que somos, hicimos fotografías de la iglesia en la distancia; pero entonces nuestra guía, muy simpática y atenta, quiso inmortalizarnos a los dos frente a su efigie. Después de agradecerle tan amable gesto, nos apresuramos a unirnos al mogollón. Por fortuna, en seguida atravesamos el umbral del inmenso arco apuntado que hace las veces de entrada.

Por saludo recibimos los extáticos acordes de un órgano y los cánticos de un coro gregoriano; se elevaban en el aire como un suave remolino que calmaba nuestro espíritu y nos transmitía paz. Las notas armonizaban con el alma de aquel templo, que emanaba misticismo desde todos los rincones. Ignorando un poquitín a nuestro amigo el bigotudo, nos movimos por el ábside y las naves laterales. Si por algo destacaba aquella joya arquitectónica —al menos a mi parecer— era por su gran altura: sus bóvedas ojivales parecían deseosas de encumbrarse hasta los cielos. Diversidad de esculturas, vidrieras y otros tesoros —por ejemplo, una lámpara de araña colosal— completaban un conjunto de exquisitas maravillas. Sin duda hacían justicia a la fama del lugar.

Sólo un par de espinitas (una mayor que la otra) se me clavaron en el corazón. La primera —insignificante en el fondo— es que no logré sacar fotos de buena calidad. Me salían muy oscuras, con los detalles velados. Felizmente, Mikael pudo hacer varias con su móvil. La segunda —quizás un tanto más triste— fue la pena de quedarnos sin ascender a las torres: dicha actividad no era parte de la excursión, y se acercaba el momento de volver a nuestro barrio. Así pues, el sueño parisino frustrado de la madre de mi novio —saludar a las gárgolas de Notre Dame— lo fue también para nosotros. Pese a ello, regresamos al hotel encantadísimos; aunque hechos más despojos que personas, eso sí.

A pesar de que los organizadores nos habían ofrecido hacer una salida más —recorriendo la ciudad iluminada por la noche, pasando por Trocadero y navegando por el Sena—, lo excesivo de su precio y la falta de descanso nos hicieron decantarnos por un plan más relajado. Decidimos hacer sólo una breve escapadita para cenar antes de ir a dormir: queríamos visitar un restaurante tailandés (una de las ilusiones no cumplidas de mi novio). Así pues, en seguida nos encaminamos hacia la Rue de la Roquette, una calle muy animada en la zona de La Bastilla, a una manzana o dos de nuestro alojamiento. Ésta se encontraba atestada de establecimientos de restauración; entre ellos dos o tres tailandeses adaptados a distintos niveles adquisitivos. Huelga decir que elegimos uno sencillito y bastante asequible, dispuestos a degustar los más exóticos manjares.

Sólo pedir la comida ya fue toda una aventura.

Sucedía que la buena gente que nos atendía no sabía hablar inglés; e incluso la carta resultaba estar escrita exclusivamente en el idioma galo. Dado que a estas alturas mi dominio del francés ha pasado de muy básico a casi inexistente, nos hallábamos delante de un menú indescifrable donde apenas conseguimos entender cuatro palabras. En consecuencia, escogimos los platos prácticamente a la buena de Dios; y tuvimos que pedirlos chapurreando a lo cutre, causando cierto estupor entre los pobres camareros. Fueron, con todo, bastante serviciales; y nos trajeron al punto lo que les solicitamos.

Así, comenzamos por catar un raro zumo y un extravagante refresco de coco; luego vinieron los primeros platos, que fueron una mezcla entre sorpresa y decepción. Mikael protestó un poco al descubrir que sus rollitos —aunque bastante sabrosos— no eran nada de otro mundo. Resultaban similares a rollos de primavera, y él estaba deseando probar algo original. Mi sopa, por el contrario, era mucho más chocante: una emulsión de trocitos de pollo, leche de coco y verduras. Me habría encantado de no ser por el amargor de algunos tropiezos; y el caldo, si bien era suculento, llegó a saturarme un poquito al final. Los segundos platos —ambos con base de pollo y acompañados de un cuenco de arroz— también tuvieron sus más y sus menos: el mío era un salteado al estilo de los chinos, mientras que el de Mikael era, en esencia, pollo asado. La elección de mi novio incluía, no obstante, una curiosa salsa para el arroz. Estaba deliciosa y era un sabor diferente, por lo que mitigó un poco su ligero desencanto. Para terminar, postres, pago y una propinilla para el personal (si hasta nos trajeron una jarra de agua sin pedirla, y fueron legales: no nos la cobraron por beber). Aún intercambiando impresiones sobre la cena, partimos hacia el hotel con premura.

Había sido un día tremebundo, al fin y al cabo; y el cuerpo llevaba siglos pidiéndonos una tregua. ¡Ay, si supiera lo que nos quedaba por delante! Pero mejor no pensarlo… Era hora de dormir.

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