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jueves, 15 de septiembre de 2011

CON LA LOCURA A PARÍS (Día 1. Piernas muertas y una dulce bienvenida)

París, París, París... Ciudad de la Luz y el Amor. Hechizada por leyendas de romanticismo y sueños; iluminación de artistas y de amantes a la par. París, la que en los cuentos de niños abusa del contorno de la Torre Eiffel; la que ha robado el alma a tantas generaciones, la de la magia bohemia. ¿En serio existe gente capaz de no amar lugar tan hermoso? Dicen que la hay... pero no lo comprendo. A mí me ha cautivado.

Hace meses que mi novio —el cual ya la conocía— sugirió que deberíamos vivir su encanto juntos. Ciertamente, la idea me supo a miel desde el principio: con lo que adoro viajar, tal cita era ineludible. Con su dulce compañía y un entorno tan hermoso, ¿quién podría resistirse? Sin embargo, el proyecto se nos hizo un tanto esquivo: cuadrar los precios y fechas no fue una tarea fácil.

Pese a ello, finalmente logramos nuestro objetivo: nos suscribimos a un viaje en circuito organizado. Si bien nuestra escapadita sería bastante corta, pensábamos exprimirla hasta la última gota. Planeamos con cariño lo que queríamos ver... ¡cómo me aterrorizaba echar a perder el tiempo! Barajamos mil ideas para aprovechar las horas. Tenía que ser perfecto.

El resultado fueron varios días más que ricos en andanzas, cuajados de cosas bellas, aunque también de desventuras. Maravillosos, lluviosos, una tortura para los pies... inolvidables en definitiva. Hay mucho que recordar. Valga para ello esta crónica, un relato a caballo entre el humor y la nostalgia. Esta es la pequeña historia de dos locos en París.

Espero que la disfrutéis.

Supongo que debería empezar por el principio; y éste nos sitúa lejos de las calles parisinas. Todo comenzó en Vitoria después de la medianoche del pasado tres de agosto, cuando vino el autobús. Cabe decir que soy un ser curioso en lo que a puntualidad se refiere: o llego a los sitios pronto o terriblemente tarde. Por desgracia, para mí no hay un maldito punto medio. En aquella ocasión, a consecuencia de los nervios, quise llegar a la zona acordada con extrema antelación. ¿Qué queréis? Una se agobia y se pasa siete pueblos… Aguardamos un buen rato, más solitos que la una.

Para colmo, en seguida afloraron ciertas neuras: ¿alguien podía explicarnos dónde andaban los demás? Como siempre, me abordó cierto temor un tanto absurdo a hallarme esperando en el lugar equivocado. Cuando, al fin, nuestro vehículo asomó por el asfalto, nos encontró de esa guisa: dos llaneros solitarios. Había un nutrido grupo de pasajeros a bordo, pero ninguno partía de aquella ciudad. Por supuesto, eso explicaba muchas cosas… ¡Aleluya! Estábamos en el sitio correcto. Ya nada nos privaría de catorce hermosas horas de paliza en carretera… ¡Alegría! ¡Ilusión!

El conductor y la guía del viaje nos dieron la bienvenida; ni siquiera hizo falta mostrar documentaciones: sabían quiénes éramos sin preguntar. Cargamos nuestros bultos en el maletero. (¡Pumba! Cogotón al canto… Me tenía que pasar.) Cuando llegó una partida de gente de otras ciudades, ocupamos nuestros puestos: los asientos 1 y 2.

Ubicadas tras la cabina del conductor, nuestras plazas ofrecían unas vistas estupendas: el camino a recorrer se desplegaba ante nosotros, muy oscuro y todavía espantosamente largo. No obstante, sólo al rato fui consciente de un detalle aterrador: tener un cristal delante apenas nos dejaba espacio para estirar las piernas. ¡Viajaba en un DIN A3!

Así pues, aquella noche se nos hizo un tanto eterna: incómodos e impacientes, apenas dormimos nada. Si pernoctaba con mi almohada hinchable me resentía la espalda; pero sin utilizarla para sujetarme el cuello tampoco es que me sintiera lo que se llama de perlas. Además, llegó un momento en el que mis pobres piernas comenzaron a sentirse como un flan que está cuajando: tenía la sensación de que la sangre se espesaba por momentos en mis venas, estancándose en mis pies. Mi novio, que cabeceaba a mi lado, no corrió una mejor suerte: hasta sus sueños fueron agitados, como un pasaje siniestro de algún filme de terror. Me contó que unas extrañas voces por megafonía parloteaban sin tregua en su duermevela inquieto. Por algún motivo incierto le resultaba imposible comprender lo que decían, lo cual las hacía aún más inquietantes. No es que hablaran una suerte de lenguaje misterioso; simplemente era incapaz de descifrar su parlamento. Tras unos segundos de desasosiego en los que creyó sufrir esquizofrenia —él trataba de avisarme de lo que le atormentaba, pero los gritos de auxilio no salían de su boca—, logró despertar y me contó su drama. Hube de reconfortarle por tamaño sinsabor.

Gracias a todos los dioses, nos devolvían la vida las efímeras paradas en tiendas de carretera: no sólo nos permitían salir a dar una vuelta, sino que compramos diversas bebidas, galletas, aperitivos y unos deliciosos wraps. Al fin y al cabo, ¿hay algo que consuele más en la desgracia que atiborrarse a comer y beber? Y ¿quién no se dejaría seducir por el embrujo de esos productos extraños que no venden en su tierra? Con la ayuda de un yogur para beber sabor vainilla, unas Lays de pollo asado y algunos manjares más, el calvario se nos hizo un poquitín más llevadero. Pese a todo, las penurias se alargaron demasiado.

El perfil de la Ciudad del Amor parecía resistirse a despuntar en la distancia. Sólo bien entrado el día, sobre la una de la tarde, nos honró con el detalle de emerger ante nosotros. Para entonces, mis piernas estaban ya más que molidas y me pedían piedad (sobre todo la derecha, tal vez debido a secuelas de un accidente que tuve; o quizá por fastidiar). Llevaba siglos rogando por dentro que llegara aquel instante especial; y no sólo por la magia de vislumbrar la gran urbe. Como no pisara suelo, estallarían mis arterias.

Poco a poco, el autobús nos acercó a nuestro destino; y pronto nos adentramos en las calles de París. Antes de ir al hotel, nuestro programa incluía un tour con vistas panorámicas de algunos monumentos. Mi ánimo cimbreaba entre el regocijo y la angustia: dolorida, ilusionada… no sabía cómo estaba. Tan pronto me dejaba fascinar por el esplendor del Arco del Triunfo como me rebullía en el asiento, incómoda y deseosa de escapar de aquel encierro. Además, sabía que lejos de allí, en tierras hispanas, mi madre estaría ansiando recibir noticias mías. Sin embargo, nuestra guía no dejaba de contarnos historias interesantes y de ofrecernos consejos. No era el mejor momento para charlar por el móvil; pero mami lo ignoraba, y ella misma me llamó. Tras confirmarle que estábamos vivos, divisamos nuestro hotel. Con la guía barbotando explicaciones e instrucciones, no me quedó más remedio que colgar a toda prisa.

En seguida descendimos del vehículo (¡Ooooooh, síííííí¡), recobramos las maletas (¡Catapum! Y ya iban dos…), hicimos algo de fila y recibimos las tarjetas que nos brindaban acceso a nuestra nueva habitación. Casi más muertos que vivos, subimos a conocerla y a depositar en ella todas nuestras pertenencias: era un cuartito agradable, sencillo pero correcto; pequeñito pero limpio y moderno. Superaba nuestras exigencias con creces. Nos causó buena impresión.

Claro que, siendo ya muy tarde y con una excursión en ciernes, apenas si nos quedaba una hora para disfrutarlo y comer. ¿Descanso? ¿Darnos un respiro decente? ¡Juas! Menudo chiste más bueno…

Lo primero que hicimos fue arrastrarnos hasta un Carrefour que había en una calle cercana; allí nos abastecimos de un sencillo tentempié con el que complementar nuestros tristes emparedados. Adquirimos, además, varios tipos de bebidas, entre ellas la famosa Coca-Cola a la vainilla. (Descubierta por mi novio en algún viaje anterior, eran muchas las leyendas sobre su sabor excelso).

Regresamos al hotel para llenar la tripa a gusto, felices cual lombrices con nuestras adquisiciones. Pero, apenas nos sentamos a recuperar fuerzas, ocurrió un divertido (aunque engorroso) incidente. Qué diablos… ¡Condenada Coca-cola a reacción! ¡Si nadie la había agitado! O eso era, por lo menos, lo que pensaba mi novio… Porque bastó con aflojar el tapón para que el preciado líquido saliera disparado: con el ímpetu de un genio que encuentra la libertad, se expandió por el espacio y nos dejó el suelo hecho un cristo. Por fortuna, el servicio del hotel era eficiente: a pesar de la magnitud del desastre, un muchacho resolvió la crisis en un santiamén. Entonces, todavía medio sonriendo, hicimos buena cuenta de los alimentos. Desde luego, el refresco era digno de mención… Las leyendas eran ciertas.

Cuando, después del refrigerio, salimos afuera con los compañeros, el cielo continuaba grisáceo y encapotado: por lo visto, la ciudad no tenía la intención de darnos una bienvenida demasiado calurosa. Asimismo y para más INRI, perduraban las secuelas de tan fatigoso viaje: mi pierna aún se mostraba quejumbrosa y resentida, y tenía la impresión de que se hallaba un tanto hinchada. Hasta Mikael —mi compañero de infortunios— sufría ciertas molestias que no estaban programadas. Pese a todo, los horarios no entendían de dolores: era hora de emprender nuestra primera expedición.

La salida, bautizada por la organización con el sugerente nombre de París Artístico, nos permitiría descubrir tres maravillas de la afamada Île de la Cité: la Sainte Chapelle, la celebérrima catedral de Notre Dame y la Conciergerie, muda testigo del ocaso de las vidas de María Antonieta y Robespierre. Sin embargo, nuestra primera parada sería un lugar mil veces más divino y reseñable: la boca del metro, antro sembrado de delicias que obnubiló nuestras mentes con su gloria y su boato. ¡Qué sublimes desconchones adornaban sus paredes! ¡Cuán hermosa era la roña enriqueciendo sus rincones! ¡Hileras de anuncios pintarrajeados! ¡Olor a meados! ¡Oh, cuánto prodigio! Aunque hubimos de pasar un buen ratito en el subsuelo esperando a que la guía comprara nuestros billetes, nada era más placentero que aquellos sucios parajes. ¿Por qué no pasar allí el resto de las vacaciones?

No se dio tal circunstancia, por desgracia: nos encaminamos al metro en cuestión. Apretando el bolso contra mi cuerpo de forma casi obsesiva —sabía que en París, y más por los subterráneos, hay manguis a tutiplén—, me aferré a mi novio con el brazo libre y seguí a la comitiva. El vagón, bastante repleto de gente, arrancó hacia su destino a toda velocidad. Por supuesto, tuvimos que hacer equilibrios.

¿Sabéis qué? Sobrevivimos.

Por fin regresamos a la superficie; todavía lloviznaba, pero había expectación. Paraguas en ristre y maldiciendo al temporal, iniciamos la marcha hacia la Sainte Chapelle. Debido a inconvenientes de su ubicación, acceder a ella no era tan fácil: implicaba atravesar ciertas dependencias gubernamentales, razón por la cual nos hicieron pasar un fastidioso control de metales. Entiendo esta clase de medidas, claro está; pero no dejan de hacérseme un tanto molestas. Cuando llevas un paraguas y trastos por todas partes —incluyendo algunas joyas—, tocan mucho las narices. No obstante, tal vez me queje de vicio: ir en grupo organizado tiene sus ventajas. Si bien otros se enfrentaban a filas considerables, nosotros nos las ahorramos por gracia de nuestros guías. Tras una pequeña aglomeración de muchedumbre empapada, logramos abrirnos paso hasta el templo.

Y me cegó una explosión de colores.

Ciertamente, si por algo destacaba la capilla era por un colorido que rozaba lo imposible: rojo encendido, azul cobalto de intensidad cegadora; amarillo robado a los rayos del Sol. Bóvedas como la noche, vidrieras resplandecientes. Mi novio me preguntó qué opinaba; yo admiré tan fantásticas tonalidades. Estuvo más que de acuerdo: ya conocía aquel sitio, y recordaba muy bien esa viveza de contrastes. Pero, si ya era admirable la planta por la que entramos, ¿qué podría yo contaros sobre el nivel superior? Infinitas cristaleras de extraordinaria belleza conformaban las paredes y el enorme rosetón. Junto al grupo, un hombrecillo de formidable bigote desglosaba sus misterios con voz suave y monocorde; nosotros, entretenidos en sacar fotografías, le escuchábamos a medias (pues se hacía algo aburrido). Pese a todo, aprendí que los días lluviosos resultan los más idóneos para contemplar vidrieras. Todo es fuente de consuelo ante la cruel perspectiva de unas vacaciones pasadas por agua.

Compartiendo la visita con manadas de turistas y con la escasez de tiempo mordiéndonos los talones, pronto fuimos presionados a dejar el santuario; y me quedé con las ganas de hacer fotos con más calma. Descendimos por la angosta escalera de caracol que comunicaba ambos pisos; y creo que fue allí, en medio de un tapón humano, donde constaté la desaparición de la funda de mi cámara. “En fin, sólo es una funda”, me dije. Sería una lata volver a subir. No obstante, pronto me la devolvieron unas chicas que la habían encontrado abandonada por ahí.

Todavía bajo una fina lluvia, tuvimos que despedirnos de la Sainte Chapelle, radiante relicario de San Luis de Francia. Desde luego, aún quedaba aventura para rato.

Y apenas si nos dio tiempo de relajarnos un poco: en seguida nos hallamos frente a la Conciergerie. Como en la anterior visita, el ir con guías contratados nos dio vía libre para saltarnos la cola; nos tragamos un segundo control de metales, pero pronto estuvimos en el interior. Una vez allí, nos dio la bienvenida un bosque de recias columnas de piedra. Era grande e imponente, pero bastante espartano: admito que, en un principio, no me impresionó en extremo. Pese a todo, aproveché las circunstancias favorables para realizar un par de nuevas instantáneas: una ensortijada escalinata en espiral y un posado de mi novio frente a uno de los pilares. Al fin y al cabo, resultaba mortalmente complicado hacer capturas de nosotros mismos: nuestros guías nos forzaban a movernos con presteza. No podías detenerte ni para tomar aliento.

Así, pronto comprobé —para mi gran satisfacción— que aquella antigua prisión tenía mucho que ofrecernos: perfectas recreaciones de lóbregos calabozos, un amplio bagaje histórico teñido de negrura. Incluso María Antonieta, en la que años ha fuera su celda, aguardaba a la Parca cual fantasma del pasado. Mustia, con su velo negro, no quiso revelar su rostro: sólo nos daba la espalda con silenciosa resignación. Tras enseñárnoslo todo nos dieron unos minutos para descansar las piernas en un banco. (¡Alabado sea Dios!) Después de esta breve pausa y de pasarnos por el baño, reanudamos el camino. Objetivo: Notre Dame.

La catedral se alzaba muy cerca de allí, sus dos torres recortándose en un cielo gris plomizo. Todavía tan sublime como la vio Victor Hugo, destilaba su elegancia novelesca desde lejos. Yo seguía con dolores y algo exhausta; sin embargo, anhelaba descubrir qué me esperaba en sus entrañas. Visitantes a raudales se agolpaban a sus puertas. ¡Más valía que no nos costara demasiado entrar! Como buenos turistas de libro que somos, hicimos fotografías de la iglesia en la distancia; pero entonces nuestra guía, muy simpática y atenta, quiso inmortalizarnos a los dos frente a su efigie. Después de agradecerle tan amable gesto, nos apresuramos a unirnos al mogollón. Por fortuna, en seguida atravesamos el umbral del inmenso arco apuntado que hace las veces de entrada.

Por saludo recibimos los extáticos acordes de un órgano y los cánticos de un coro gregoriano; se elevaban en el aire como un suave remolino que calmaba nuestro espíritu y nos transmitía paz. Las notas armonizaban con el alma de aquel templo, que emanaba misticismo desde todos los rincones. Ignorando un poquitín a nuestro amigo el bigotudo, nos movimos por el ábside y las naves laterales. Si por algo destacaba aquella joya arquitectónica —al menos a mi parecer— era por su gran altura: sus bóvedas ojivales parecían deseosas de encumbrarse hasta los cielos. Diversidad de esculturas, vidrieras y otros tesoros —por ejemplo, una lámpara de araña colosal— completaban un conjunto de exquisitas maravillas. Sin duda hacían justicia a la fama del lugar.

Sólo un par de espinitas (una mayor que la otra) se me clavaron en el corazón. La primera —insignificante en el fondo— es que no logré sacar fotos de buena calidad. Me salían muy oscuras, con los detalles velados. Felizmente, Mikael pudo hacer varias con su móvil. La segunda —quizás un tanto más triste— fue la pena de quedarnos sin ascender a las torres: dicha actividad no era parte de la excursión, y se acercaba el momento de volver a nuestro barrio. Así pues, el sueño parisino frustrado de la madre de mi novio —saludar a las gárgolas de Notre Dame— lo fue también para nosotros. Pese a ello, regresamos al hotel encantadísimos; aunque hechos más despojos que personas, eso sí.

A pesar de que los organizadores nos habían ofrecido hacer una salida más —recorriendo la ciudad iluminada por la noche, pasando por Trocadero y navegando por el Sena—, lo excesivo de su precio y la falta de descanso nos hicieron decantarnos por un plan más relajado. Decidimos hacer sólo una breve escapadita para cenar antes de ir a dormir: queríamos visitar un restaurante tailandés (una de las ilusiones no cumplidas de mi novio). Así pues, en seguida nos encaminamos hacia la Rue de la Roquette, una calle muy animada en la zona de La Bastilla, a una manzana o dos de nuestro alojamiento. Ésta se encontraba atestada de establecimientos de restauración; entre ellos dos o tres tailandeses adaptados a distintos niveles adquisitivos. Huelga decir que elegimos uno sencillito y bastante asequible, dispuestos a degustar los más exóticos manjares.

Sólo pedir la comida ya fue toda una aventura.

Sucedía que la buena gente que nos atendía no sabía hablar inglés; e incluso la carta resultaba estar escrita exclusivamente en el idioma galo. Dado que a estas alturas mi dominio del francés ha pasado de muy básico a casi inexistente, nos hallábamos delante de un menú indescifrable donde apenas conseguimos entender cuatro palabras. En consecuencia, escogimos los platos prácticamente a la buena de Dios; y tuvimos que pedirlos chapurreando a lo cutre, causando cierto estupor entre los pobres camareros. Fueron, con todo, bastante serviciales; y nos trajeron al punto lo que les solicitamos.

Así, comenzamos por catar un raro zumo y un extravagante refresco de coco; luego vinieron los primeros platos, que fueron una mezcla entre sorpresa y decepción. Mikael protestó un poco al descubrir que sus rollitos —aunque bastante sabrosos— no eran nada de otro mundo. Resultaban similares a rollos de primavera, y él estaba deseando probar algo original. Mi sopa, por el contrario, era mucho más chocante: una emulsión de trocitos de pollo, leche de coco y verduras. Me habría encantado de no ser por el amargor de algunos tropiezos; y el caldo, si bien era suculento, llegó a saturarme un poquito al final. Los segundos platos —ambos con base de pollo y acompañados de un cuenco de arroz— también tuvieron sus más y sus menos: el mío era un salteado al estilo de los chinos, mientras que el de Mikael era, en esencia, pollo asado. La elección de mi novio incluía, no obstante, una curiosa salsa para el arroz. Estaba deliciosa y era un sabor diferente, por lo que mitigó un poco su ligero desencanto. Para terminar, postres, pago y una propinilla para el personal (si hasta nos trajeron una jarra de agua sin pedirla, y fueron legales: no nos la cobraron por beber). Aún intercambiando impresiones sobre la cena, partimos hacia el hotel con premura.

Había sido un día tremebundo, al fin y al cabo; y el cuerpo llevaba siglos pidiéndonos una tregua. ¡Ay, si supiera lo que nos quedaba por delante! Pero mejor no pensarlo… Era hora de dormir.

jueves, 18 de agosto de 2011

Personaje quiere ser alguien



¡Hola, gentecilla ^^!

Sé que prometí colgaros una crónica de viajes con nuestras delirantes aventuras en París. Sí, continúo trabajando en ella; y adelanto que será extensa (con cuatro episodios bastante completos. Creo que os gustará). Mientras tanto, y a sabiendas de que me ausentaré unos días y no podré continuarla durante este tiempo, aquí os dejo un relatillo que escribí hace bastante, pero que aún me gusta mucho. Es un cuento diseñado para animar a los niños a practicar la creación literaria. Lo usé durante mis prácticas en un cole… y, ¡eh!, dio muy buen resultado ^^.


           PERSONAJE QUIERE SER ALGUIEN

Una de esas tardes de lluvia en las que todo está gris, Daniela suspiraba mirando por la ventana. Como llovía tanto, no podía salir al parque con sus amigos. «¡Qué rollazo de tiempo!», se dijo mientras seguía el hilillo de agua que dejaba un goterón en el cristal. No le gustaban nada las cosas que echaban por la tele; tampoco le permitían jugar a la videoconsola entre semana. Aunque los libros le encantaban, ya se había leído millones de veces todas sus historias preferidas. Aquella tarde, en definitiva, Daniela se encontraba aburridísima.

Hasta que, de repente, vio algo que no había visto nunca: una luz enorme y blanca flotando bajo el chaparrón. No venía de una lámpara ni del Sol o cualquier otra estrella, sino que era una luz por sí misma, y parecía estar viva. Tampoco tenía una forma fija, sino que cambiaba a cada segundo que pasaba. Titilaba cerca del alféizar sin acercarse demasiado. Daniela tuvo la sensación de que era una luz tímida.

Decidida a saber qué era, abrió la ventana con cuidado y la invitó a entrar.

—Gracias —dijo la luz—. Ojalá toda la gente fuera tan amable como tú.

Daniela se sorprendió muchísimo cuando la escuchó hablar: tenía miles de voces a la vez, como si no fuera capaz de decidirse por una sola. Voces agudas y graves, voces de mujer y de hombre; voces de niño, de adulto y de anciano, todas diciendo las mismas palabras a la par. Algunas sonaban alegres, mientras que otras eran tan tristes que le daban ganas de llorar.

Sorprendida, sonrió y fue a tocarla; pero su mano la atravesaba.

—No podía dejarte ahí afuera, mojándote a la intemperie —explicó; y le preguntó—: ¿Cómo te llamas?

La luz blanca tembló un poco antes de responder.

—Todavía no tengo nombre —le confesó al final—. Pero puedes llamarme Personaje si te apetece. Porque es lo que soy.

—¿Un personaje? ¿Como los de las películas y los libros? —se sorprendió Daniela.

—Sí, algo parecido; aunque no exactamente igual. Ellos eran como yo al principio, pero ahora son personajes creados. Por eso tienen aspectos diferentes, distintas voces y formas de ser. Han vivido montones de aventuras, mientras que yo no he vivido ninguna. Todos los personajes soñamos con ser creados un día.

Daniela abrió los ojos como platos.

—¿De verdad? ¡Nunca creí que eso funcionara así! —exclamó—. Y ¿qué hace falta para cumplir ese sueño?

—Una persona bondadosa y valiente que nos haga el favor de crearnos. —Personaje se posó en el escritorio—. Entonces dejamos de ser personajes que aún no son nadie. Nos convertimos en alguien, ¿entiendes? Cuando un humano crea a un personaje, decimos que es su autor. Pero no todo el mundo se atreve a crear un personaje. Muchos ni siquiera nos ven cuando pasamos por su lado.

Aunque Personaje no parecía muy afligido (lo parecían algunas de sus voces, pero otras continuaban oyéndose como si estuvieran contentísimas), Daniela sintió pena por él. Pensó que era muy injusto que nadie se molestara en crearlo.

—Me gustaría ser tu autora —reconoció, pensativa.

—¿Harías eso por mí?

—Si supiera cómo... —La niña se encogió de hombros—. Pero no sé por dónde empezar. Nunca he creado un personaje...

La luz se acercó un poco más a ella.

—No es tan difícil si tienes la voluntad de intentarlo —afirmó—. Lo primero de todo, podrías concederme un cara y un cuerpo. Regálame un aspecto y una forma de vestir.

—¿Cómo?      
      
—Con tu imaginación. La mente de las personas es muy poderosa. Es mágica.

Daniela ya no estaba tan segura de poder ayudar a Personaje. ¿Cómo iba ella, una niña cualquiera, a encargarse de una misión así? Sin embargo, quería echar una mano, por lo que se esforzó mucho.

Y, cuando menos lo esperaba, todo ese esfuerzo dio sus frutos: una barbaridad de ideas se amontonaron en su cerebro de golpe. Se le ocurrió que Personaje podría ser un fantasma; pero convertirlo en algo así le daba bastante miedo. Por un momento pensó en transformarlo en un elfo, hasta que recordó que su hermana mayor —que escribía guiones para el teatro de la escuela— había inventado algo parecido. Y no le daba la gana de que la llamara copiona. Incluso barajó que fuera un alienígena repugnante; pero ¿qué clase de amiga sería si lo condenase a ser tan desagradable? Y, como éstas, tuvo otra docena de ocurrencias que la volvían loca.

De pronto, una de ellas chilló con más fuerza que las otras, como si la estuviera llamando en un idioma más bonito. Era una idea tozuda, decidida a que la eligiera costara lo que costase. Entonces, Daniela lo supo: Personaje sería una sirena. La imaginó con una cola larga y elegantísima; incluso pensó en la tiara y la redecilla cuajada de perlas que adornarían su cabello azul, largo como una cascada.

¡Cling! Ni siquiera le dio tiempo de formular su decisión en alto. En lo que dura un parpadeo, Personaje adoptó la nueva forma. Como sabía que las sirenas no pueden vivir fuera del agua, Daniela se apresuró a llenar la bañera; y allí la puso a remojo.

—¡Vaya! Me has creado hermosa. Te estoy muy agradecida —dijo la criatura. Ahora poseía una delicada voz de mujer. ¿Se la había escogido Daniela al mismo tiempo que le daba una apariencia? Si era así, ni se había dado cuenta... A lo mejor lo había hecho sin pensar.

—No importa, ha sido un placer. Y ahora... ahora, ¿qué?

Personaje la miró fijamente con sus grandes ojos verdes.

—Ahora necesito una personalidad —explicó—. Todavía no estoy completa, por mucho que tenga un cuerpo. Piensa qué es lo que más me gusta, lo que odio y lo que me enfada. Si soy buena o mala persona, y las cosas que me asustan. Puedes otorgarme virtudes, pero también defectos. Normalmente, nadie es perfecto; así que me parecerá bien.

En esta ocasión, Daniela lo tuvo mucho más fácil: la sirena parecía buena; además, no le apetecía convertirla en ninguna villana. Así que decidió que a Personaje le gustaría ayudar a los demás. También quiso hacer que fuera alegre, aventurera y valerosa; aunque se le ocurrió que podría aterrarle la voz de las ballenas. Tenía que adorar los macarrones (que para algo eran su plato favorito) y no soportaría la menestra (según Daniela, la peor de todas las comidas del universo universal). A veces sería un poco testaruda, pero no sería mala chica.

—¡Me gusta! —exclamó Personaje—. Quitando lo de la menestra... Espero que no me obliguen a comerla nunca. Es asquerosa. ¿Sabes qué es lo que deberías hacer ahora?

—¿Qué?

—Deberías ponerme un nombre. Un nombre de verdad. Los buenos personajes necesitan tener un nombre.

Daniela la miró de arriba abajo: aquello no era tan sencillo. Tenía que sonar bonito y además pegarle bien. Se le ocurrían tan pocas ideas que hasta pensó en llamarla Ariel; pero no se encontraba dispuesta a ser tan poco original. Se planteó bautizarla como Maribella (porque vivía en el mar y era bella; sin embargo, le parecía cursi) o como Serena la Sirena (pero la sirena no siempre era serena, así que no le acababa de gustar). Al final se decidió por un nombre inspirado en el color de su pelo.

—¡Azuletta! Te llamarás Azuletta. Azuletta Dell’ Acqua. ¿Te parece? —sugirió, añadiendo un apellido italiano que había oído en algún sitio.

—¡Es fantástico! —Azuletta tenía los ojos brillantes de emoción—. Pero todavía falta algo... Si no tengo mi propia historia, aún no puedo ser alguien. Me hace falta una familia, amigos y enemigos, gente a mi alrededor. También un mundo, lugares en los que pueda vivir mi vida. Y experiencias, por supuesto: un pasado inolvidable, un presente y un futuro que descubrir. Quiero hacer cosas emocionantes, y recodar mis aventuras pasadas.


Aunque sabía que aquél era el mayor de todos los retos, Daniela no lo dudó ni un segundo, y se puso manos a la obra. Y es que ya entendía, por fin, qué era lo que tenía que hacer: sonriendo de oreja a oreja, cogió folios de su escritorio, afiló un lápiz y comenzó a escribir.

Y lo mejor de todo era que ya no estaba aburrida.

jueves, 11 de agosto de 2011

Advertencia: loca suelta

*Toc, toc, toc...*. Algo martillea en mi cabecita. “Despierta de tu letargo”, me dice; y tengo que hacerle caso. Últimamente, en términos cibernéticos, admito haber estado un tanto dormida: apenas he visitado mi foro de siempre, y he perdido el contacto con algunas amistades. Si a esto le añadimos mi bloqueo literario —y el vergonzante abandono de cierta novelilla—, podríamos decir que, de un tiempo a esta parte, le he fallado un poquito a la red.

No es que anduviera inactiva por completo, desde luego: en mi vida han pasado muchas cosas estos meses. He currado para una oposición —con más pena que gloria, pero esa es otra cuestión—; he tratado de educar a minimonstruos insolentes, y me he involucrado en algunos proyectos. Incluso he conocido el amor, y he viajado algo más que de costumbre. No obstante, algo me dice que quizá ya sea hora de intentar reafilar mi vieja pluma; de reencontrar a mi yo escritoril, aunque sea poco a poco.

Hace dos o tres semanas, cierta colega forista me sugirió que abriera mi propio blog: una forma de expresarme y hacer uso del lenguaje, combatiendo la vagancia y tratando de inspirarme. Claro que ya me lo había planteado tiempo atrás... ¿Por qué no? ¡Si todo quisqui lo tiene! ¿Podría yo aportar algo nuevo? Sinceramente, espero que sí. Lo considero también un buen modo de reencontrarme con viejos amigos, quizá incluso de volverme una bloguera más activa y controlar mejor qué se cuece en sus blogs. Por eso he retomado una identidad a la que tengo bastante cariño, y por la que algunos me podrán reconocer: Saramar, la legendaria Emperatriz del Desvarío. Sí, malas noticias: una sigue estando muy loca. Bienvenidos a mi humilde jaula de grillos. Sentaos donde podáis (si los grillos os dejan).

¿Y qué leches voy a colgar aquí? A saber... paranoias y más paranoias. Tal vez pequeñas historias, crónicas y reflexiones... O sea, básicamente lo que me salga de ahí XD. Para empezar, alguien me sugirió que escribiera sobre mi estancia en París; y lo cierto es que rebosa episodios divertidos, suficientes como para alimentar varias entradas. Así pues, nos vemos en breve por estos lares.

                  Besitos paranoicos... ¡Y gracias por venir ^^!